jueves, 14 de febrero de 2019

poder


 Me desperté, suave y repentinamente, en esa madrugada a punto del claro de amanecer con una sensación de angustia en mi pecho que aún me oprime al respirar y genera confusión en las sinuosas vías de mis sesos.

 La oscuridad del cuarto era considerable (por las cortinas cerradas) y a la vez que mis ojos súbitamente abrieron, sonó un trueno exorbitantemente terrenal que puso en jaque mi espina dorsal, y mi equilibrio por entero se perdió.
 En el mareo, con mí mirada, solo pude enfocar un pequeño punto lumínico de color naranja en la pared que aumentó de tamaño conforme la dilatación de mi pupila derecha, y en el desconcierto del momento, creí que en llamas estaba el cuarto ardiendo.
De nuevo me hallo en los infiernos y, aún no sé bien por qué, pero sé que le temo a esta lluvia y estoy sola.
Una alarmante llamada entró en mi teléfono, viajando kilómetros en el tiempo, para advertirme que en otra dimensión esta misma tormenta había inundado quintas y huertas.  Como cuando repentinamente te despertas a vos mismo, después de haberte quedado dormido, y el día comienza a suceder demasiado alterado, me levanté en un rayo para no dejar que el agua entrase (en la casa) y conforme caminaba con la torpeza de no sentir mis piernas, decidí por mantener mi ritmo y avanzar por el espacio levitando.
Durante todo ese lapso todavía no sabía si acá ya llovía, así que con teléfono y voz del otro lado, abrí una puerta e instantáneamente mis pies se mojaron. El agua comenzaba por bajar de los cielos y la intensidad estaba dentro mío, y yo era, como ese tope con el que cada gota, por más ínfima que parezca, puede ser la siguiente que colme el vaso generando un tsunami tan abrasador como la sensación del cuarto en llamas. “La destrucción es relativa” dije, y corté la llamada.
Luego de unas vueltas, volví a una cama que parecía ser demasiado grande para mi cuerpo, y la sensación de la soledad se volvió aún más infinitamente extensa que el colchón al que me había rendido.

Comencé por abrir una nueva hoja en blanco, con lo que ello subjetivamente en mí conlleva, y el siguiente trueno sonó, dejándome totalmente absorta y paralizada.
No fue un trueno normal, nada de lo que sucedía lo era o al menos así se sintió. En ese momento, creo haber podido sentir como retumbaban las raíces de la tierra, en tres lapsos de tiempo trueno, dónde terminé por viajar hacia atrás, en la noche anterior, donde al caminar por el pasto cristalizado de pesticidas, también sentí cómo retumbaba la tierra, y cómo por todo mi cuerpo esa sensación se extendió.
Entonces, mi corazón se detuvo y el tiempo también,
yo misma giré mi escenario como un cubo.
Y solamente presentí que algo, ajeno a lo actual, iba a suceder.
Esto era el verdadero ojo de la tormenta, y yo no podría negarlo nunca más.
No me gustan las lluvias mañaneras y menos cuando me siento tan pequeña e indefensa. Tampoco me gusta sentir la falta del abrazo que me calmaba aunque afuera lloviera.
En mi soledad, otra vez me entrego al llanto por cansancio.
Afuera llueve y adentro también, y no sé bien dónde se inundará primero.
Gusanos salen de mí y hacia la derecha me sigo inclinando, perdiendo la percepción del suelo.
Entonces,
entre náuseas,
comprendo que ahora no es soledad,
sino intimidad.
Y yo soy poderosamente íntima. 


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