— Solo quiero estar en un minuto silencioso, en la imponencia que me presenta la ruta.
— Ese minuto, ¿a cambio de qué?.
(Pienso qué es lo más valioso que podría ofrecer)
— A cambio de mi vida. — manifestó después de haber pensado en lo más valioso que podría ofrecer.
Los imparables recuerdos invadieron mi meditación.
Me hundí en mi intimidad buscando una imagen nueva:
una ruta que no conociera.
La inventé.
El día sucedió como en cámara rápida, rastreando qué momento quería
vivenciar.
Elegí amanecer.
A mis costados, planicie.
A mi norte, cordón montañoso.
En todos mis puntos, soledad y silencio.
Acudí entonces a mis recuerdos: La sensación.
Ese vértigo primario: aventura, despedida,
confianza, sentir que es el momento justo, la incertidumbre, apertura, fe.
Tanta fe. Sentir como la adrenalina avanza sobre todo tu cuerpo sin moverte más
que para respirar la inmensidad… debe de ser un don.
Estoy en un minuto silencioso.
Me digo: “voy a atesorar esta imagen siempre”.
Me digo: “no puedo vivir de añoranzas”.
Entonces la lágrima más lenta y pesada
del mundo comienza a caer desde mi lagrimal derecho. Lo que se dice, realmente
densa. Recorro con ella mi cara. Próxima a mi boca, la junto con mi dedo índice
derecho. La tengo… la veo. Es tan densa que su cuerpo parece hecho de óleo.
Brilla. Carga mucho. La veo... y me la como. La saboreo pero no siento su sal.
No es una lágrima cualquiera, es un elíxir de minuto silencioso.
Es,
enteramente, mía.
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