miércoles, 29 de enero de 2020

Tai Pichin

"Es impagable", pensé esta mañana mientras desayunaba.
Despertarme con la tormenta vibrando la tierra  y volverme a dormir mientras escuchaba cómo caía cada vez más agua.
Entre la vigilia y el sueño, le pedí a los cielos que se lloviera la vida, que a la pacha le viene bien.
Qué en el monte de enfrente hubo un incendio, que le haga un mimo.
Que le dé tiempo a la tierra para absorber, que ayer las higueras estaban pachuchas.
Que se quede, que acá el agua es siempre bienvenida. Que pase, se ponga cómoda. El mate estará más que contento con su llegada.
Hubiera podido quedarme todo el día en ese estado de consciencia intermedio, pero agradecí haberme levantado en el segundo en que salí y respiré monte llovido. Aire puro. Aguas claras.
Mate, lluvia y monte. Viento, silencio, un relinche.
Al sureste, trueno. Al noroeste, clareo.
Tengo la imagen grabada de cómo acá, el cielo gira... Las lluvias pasan, pero a veces no entran.
Y luego dudo si es sureste y noroeste... Porque acá, para mí, las direcciones siempre se dieron vuelta. Todo lo que no era, es. Todo lo que era, ya no lo es tanto. Pasa también que acá la tierra es muy fértil. Las gentes se sienten libres, se vayan o queden, estén un día o toda su vida. Acá se siente que se puede, y si no se puede, se suelta y suceden inmediatamente giros direccionales.
Acá siempre vuelvo. A veces más, a veces menos. Como las lluvias.

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