viernes, 17 de junio de 2022

Mi árbol y sus mil albores

Mis pies son pequeños, tal vez unos 7cm menos. Están vestidos, sin patrón aparente, con cintas suaves y brillantes de color celeste.
Aunque se mueve, mis pies no tocan el suelo. En primer plano, bambolean como adormecidos en el aire donde están suspendidos. En segundo plano, el pasto está crecido.

Busco mi mano derecha, también pequeña. La encuentro apoyada en una rama donde ahora comprendo estar sentada. Al tacto, la corteza se siente áspera pero no violenta. Entierro mis dedos, también pequeños, en las sinuosidades y recovecos que marcan el crecimiento de la gran rama. Estiro mi mano hasta sentir el vértigo primero de la pérdida de equilibrio. No es tanto el camino recorrido. Levanto la mirada y veo que, a unos pasos, la gran rama comienza a abrirse en ramas más pequeñas. No veo hojas, pero sí frutos.

 Los frutos, los albores, ni grandes ni pequeños, son de color rojo albor y se mueven despacito a un inaudible viento… ¿o con el bamboleo de mis pies pequeños? Los busco… continúan moviéndose como si no fueran parte de mi cuerpo. 

Sin pensarlo, miro al frente. En lo lejano, hay un sol naciendo o muriendo al filo del horizonte. Lo rodean algunas nubes livianas. El cielo se ve azul, blanco, dorado… Y entre el sol y mi árbol, se extiende una extraordinaria planicie, un abundante pastizal. Hacia el final, otros árboles. 

Busco la copa de mi árbol y lo veo grandioso, aunque con poquitas hojas y muchos frutos. Mi árbol y sus mil albores.

Quisiera probarlos, susurra y recuerdo los albores más cercanos. 
Giro ligeramente la mitad de mi cuerpo y acomodo ambas manos en la gran rama. Trasladando mi peso hacia ellas, logro posicionar mis rodillas en la rama con un ligero desplazamiento. Soy ágil. Mis empeines encintados descansan en lo rugoso. Respiro y comienzo a gatear hacia los albores. Hago uno, dos y tres gateos hasta que siento que la rama se dobla un poco. Miro el suelo pero no siento miedo. Estoy tan cerca de ellos… Gateo una vez más y, hacia abajo, extiendo mi mano hasta alcanzar un albor que se desprende con sutileza. Lo atraigo hacia mi otra mano y, de igual manera, gateo en sentido contrario, volviendo a quedar sentada frente al sol.

Sobre mis piernas, reposa el albor en una sintonía perfecta al cuenco formado por mis manos. Parece que éste sí fuera parte de mi cuerpo.
Lo siento suave y fresco. Seguro por el bamboleo.
Lo acerco a mi nariz para olerlo. Huelo a fin de verano.
Lo apoyo en mis labios y lo muerdo. ¡Es suave, sí! Y fresco, dulce y ácido. Qué delicia es el albor. 

Sonriente, busco el sol… ahora también es rojo y no sé si estoy saboreando un sol o un albor madurado por bamboleo.
 Y mis pies… son pequeños.


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