Prendiéndose fuego por dentro. Quemándose.
Su mirada se transforma, sus pupilas se dilatan.
Su respiración se acelera.
El corazón no le late, está tan precipitado que ya no lo siente.
Tiembla en totalidad.
Entero el móvil listo para atacar.
Siquiera se la puede comparar con un animal, no es instinto de supervivencia. Es pura
maldad.
Violencia arraigada al dolor.
No soporta más.
El acumulamiento la hace explotar. La mínima chispa incendia todo su ser.
Quien la recibe descree la escena que observa, intenta divisar entre tanto vaho oscuro a
quien cree tener enfrente. A quién cree conocer. “Pobre la ingenuidad” ríe pícara la fiera.
Aplastado el ser primordial, ya se ha apoderado de su luminosidad.
Poseída por la fiera.
El instante próximo al estruendo, le continúa la desesperación de perder el control. ¿Todo se
debe controlar?
Desenfrenadas las lágrimas, la saliva de cada momento que tragó.
No estalla cuando lo necesita, cree que a veces es mejor no hablar. Si sabe que no es
escuchada, ¿para qué intentar?
Los ojos ajenos la ven solo cuando entra en el lenguaje de la ira, si es el único que entienden,
cómo habrían de poder verla cuando desea amar.
Dolida su alma, dolida su garganta. Carraspeada. ¿Dolidos los demás?
Tres intentos de acercársele no bastan para sanar. Uno más y la mordida será letal. Directo a
la yugular.
Decepcionada.
El tabaco entrando y una frecuencia de 396 la ayudan a calmar.
La nube de decepción ahoga a todos por igual.
Es el momento de dialogar.
Buenos Aires Agosto 2017, Memorias.
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